Vivimos en un mundo en el que titulares como: “El suicidio se ha convertido en la primera causa de muerte no natural entre los más jóvenes en España”, se han instalado como algo común para nosotros. Oscuro se nos presenta el futuro si seguimos por este camino.
El 27 de Octubre de 2022 el resto de jóvenes, los que no se suicidan, paralizaron sus clases y salieron a la calle para pedir una salud mental pública, gratuita y digna para todos y todas, y el fin de la privatización de la enseñanza pública. Arrojando, así, un poquito de luz a ese oscuro futuro que nos espera.
Es curioso que esta juventud, a la que se le etiqueta como carentes de “la cultura del esfuerzo”, sean las personas que se dan cuenta de que nuestro sistema educativo tiene un gran problema y necesita cambiar muchas cosas para poder atender las necesidades de su alumnado. Y este problema, no es que se “regalen los aprobados e igualen a la baja y con un exceso de promesas que solo llevan a una frustración de expectativas” como algunas personas creen y airean públicamente.
El problema es que tenemos un sistema educativo competitivo que pone el foco de atención en una meta que nunca será suficiente porque lo que se ha conseguido no tiene tanto valor si siempre se puede conseguir un poco más; y que, debido a la escasez de recursos con los que cuenta, no atiende a las capacidades reales de las personas y mucho menos a su contexto socio-familiar.
Porque en este sistema da igual si tienes buenas dotes como dibujante, si no eres capaz de estar 6 horas sentado mirando un libro o escuchando a una persona explicar de una forma en la que a tu cerebro le cuesta procesar. O da igual si te sientes completamente desolado y crees que no le importas a nadie o que tu vida no tiene sentido y que para qué seguir viviendola. Lo que importa es que cumplas unos mínimos estandarizados para que el profesorado pueda justificar la evolución del aprendizaje de una persona ante la institución educativa.
Pero, tranquilos, porque tenemos un sistema educativo inclusivo que pretende atender a todas las personas. Un sistema inclusivo que, por cierto, no recicla su concepto de necesidades educativas especiales. Porque, lamentablemente, la salud mental de la infancia y la adolescencia se han convertido en una de las principales necesidades educativas especiales que no se están abordando.
Esta cuestión sí la saben los jóvenes. Los mismos jóvenes que no se suicidan y a los que se les etiqueta como carentes de la cultura del esfuerzo. Los mismos que no se quedan viendo la vida pasar y salen a la calle porque saben que el sistema no funciona. Porque saben que fomentar la competitividad desde la infancia nos hace daño como individuos aunque esto beneficie al sistema económico que nos gobierna. Porque saben que hay muchas formas para desarrollar el aprendizaje si éste se adapta a las capacidades de las personas de forma flexible. Porque saben que sus profesoras/es están desbordadas y no cuentan con suficientes herramientas para abordar las dificultades que se están presentando como consecuencia de una crisis de la salud mental en las primeras etapas de la vida. Porque saben que ellos son el futuro y que sí quieren que éste sea amigable con ellas/os y con nosotras/os.
Quizás, nos vendría bien dejar de criticar y juzgar a la juventud y empezar a escuchar sus necesidades y dificultades a la hora de diseñar un sistema educativo realmente inclusivo. Porque estas personas son las usuarias del mismo y saben dónde están las carencias bastante mejor que las personas que pasamos por él hace décadas.

